Las primeras críticas al catalanismo y su visión de las lenguas españolas
En octubre de 1906, Unamuno participó en el Congreso Internacional de la Lengua Catalana, con una conferencia titulada «Solidaridad Española». El título ya sugería que causaría polémica, ya que hacía relativamente poco tiempo que buena parte de las formaciones políticas y de la sociedad civil catalana habían impulsado la vertebración de una plataforma electoral llamada Solidaritat Catalana. Ésta tenía como principales objetivos la reivindicación del respeto a la lengua y a la cultura catalana, la obtención de un cierto grado de autogobierno y la derogación de la ley de jurisdicciones.
En este contexto, Unamuno afirmó que la lengua catalana era como una «gloriosa espingarda conservada en una familia; cuando los demás vienen con un máuser es una locura querer defenderse con la espingarda». Se marchó de Barcelona sin despedirse de los organizadores del acto y sin cobrar por su conferencia.
Antes de irse de la capital catalana, le entrevistó el periodista Michel de Champourcin para El Liberal de Murcia. Le preguntó sobre la impresión que le generaba Barcelona, a lo que le respondió que prefería Salamanca. Sobre los catalanes aseguraba que únicamente estarían preocupados por la política y que la literatura catalana «no existe», a diferencia de la portuguesa que tendría elementos «originales».
En 1911, su amigo el político, pedagogo y escritor Lluís de Zulueta le amonestó por haber acometido al catalanismo frontalmente en Barcelona. Unamuno le replicó que volvería a hacerlo y que su discurso había sido el mismo que utilizaba ante sus paisanos vascos, aunque éstos no querían entenderlo. Era partidario de que abandonasen los regionalismos exclusivistas y que [salieran] de sí, que [intentaran] imponer a los demás pueblos españoles su ideal de vida, que se [esforzaran] para ejercer una hegemonía espiritual sobre el resto de España». Los vascos o los catalanes tendrían que intentar dominar España para ejercer de «levadura de la España regenerada.
Veía al pueblo catalán como un poco infantil, hablador, idealista, poético y sentimental «por eso le prediqué mi evangelio de la imposición. Es el nervio de mi ética social esto del esfuerzo por imponerse unos a otros los hombres y los pueblos, es el nervio de la ética quijotesca». Ramiro de Maeztu aseguraba que su ética social se basaría en el egotismo, pero el rector de la Universidad de Salamanca replicaba que su egotismo impulsaría la regeneración española. Quería, con «toda mi alma de español», que los vascos «traten de vasconizar a España y que traten de catalanizarla los catalanes; pero unos y otros tendrán que hacerlo en castellano. Esta es la clave de la cosa». De hecho, sus amigos Zulueta y Maragall, el periodista Miquel dels Sants Oliver, o el político Francese Cambó estarían catalanizando España utilizando el castellano-español.
Los vínculos de Unamuno con Cataluña eran complejos. Mantenía buenas relaciones con destacados personajes de la cultura y de la política catalana, como Pere Coromines, Lluís de Zulueta, Joan Maragall, Jaume Brossa, Gabriel Alomar, Margarida Xirgu, Enric Borras o Josep Maria de Sagarra, entre otros. Unamuno fue uno de los referentes de la introducción del intelectual moderno en la España de principios del siglo XX. A pesar de su fama de contradictorio, siempre defendió que la lengua catalana tendría que aceptar una situación diglósica con la castellana, fue un explícito anticatalanista y se opuso frontalmente a las reivindicaciones de autogobierno catalán. No obstante, esto no fue óbice para que fuese el pensador español más elogiado por la intelectualidad catalana de principios del siglo XX.
Era muy crítico con las lenguas españolas que identificaba como regionales, como el vasco o el catalán. Sobre la recuperación de la utilización literaria del catalán y su relativo éxito de «librería» aseguraba que se debía a «sentimientos políticos», ya que los que las compraban lo harían por «patriotismo regional más que por amor a la cultura y a la belleza». Pensaba que «en el fondo implica todo ello un movimiento bastante artificial». Sin embargo, en 1916, durante un viaje a Cataluña, negó que los catalanes utilizasen públicamente su lengua para que los castellanos no les entendiesen, ya que «de todo se le puede culpar al catalán menos de tales descortesías premeditadas y malintencionadas». Además, reseñó generosamente las obras de Eugeni d’Ors, Narcís Oller y especialmente las de su apreciado Joan Maragall. También colaboró en diarios catalanes como Las Noticias, La Publicidad o La Veu de Catalunya.
No aceptaba que muchos de los impulsores de los nacionalismos «subestatales» afirmasen que Castilla se había impuesto tiránicamente sobre el resto de los territorios españoles. Defendía que cada región tratase de imponer su espíritu y su modo de pensar al resto para impulsar un necesario proceso de regeneración modernizadora, pero deberían hacerlo en la lengua común, es decir, el castellano/español. Criticaba a los catalanistas, porque su acción sería «puramente defensiva y puramente política, esto es egoísta y mezquina». En cambio, él era partidario que pasasen a una acción ofensiva y cultural, es decir, que se esforzasen por catalanizar a «España, a Europa y hasta el mundo, por darle su ideal de vida civil y cultural, y lo adquirirán para sí mismos», pero tendrían que hacerlo en castellano/español, porque era una lengua universal. De hecho, explicaba que en su correspondencia personal contestaba «á todas las cartas en castellano» prescindiendo de la lengua del remitente, porque el destinatario ya encontraría a alguien que la tradujese o «si no que aprendan. Recomiendo el sistema». Lo recomendaba siempre que fuese en castellano/español, porque, al cabo de unos años, criticó a la Generalität por «particularista y aldeana», cuando supo que enviaron una carta a un cónsul español en Francia escrita únicamente en catalán.
En cuanto al vascuence, al que dedicó su tesis doctoral, afirmaba que se alegraba de su progresiva extinción al considerarlo un idioma arcaico que había sido recuperado por mero afán erudito. Estaba seguro que desaparecería, aunque el País Vasco se independizara. Argumentaba que «nos conviene a los vascos que se pierda», porque con su extinción no desaparecería, en cambio, «nuestra peculiaridad psíquica, sino que la acrecentaremos más bien». De hecho, se consideraba plenamente vasco por «sesenta y ocho costados, de casta, de nacimiento, de educación y sobre todo de voluntad y de afecto». Por tanto, aseguraba que era «ciento por ciento» euscaldún, aunque repudiaba el nacionalismo vasco, tanto el racial, como el progresista.
También era muy crítico con los defensores de la pureza de la lengua castellanoespañola, ya que dificultarían su transformación en la lengua hispano-americana que él defendía. Los consideraba más nocivos que a los defensores de las «lenguas regionales moribundas ó decadentes, aun á pesar de engañosos y falaces renacimientos». Reiteraba su defensa del imperialismo catalanista y que los catalanes impusiesen al resto de los españoles su ideal de vida civil, pero en castellano hispano-americano. En cambio, pensaba que las reivindicaciones catalanistas de autogobierno y de respeto a la lengua y a la cultura catalana serían una pérdida de tiempo. Afirmaba, aunque era consciente que muchos lo veían como una paradoja, que «sólo en castellano acabarán por cobrar entera y perfecta consciencia de sí mismos; solo en castellano, y cuando todos los catalanes lo tengan como lengua propia, descubrirá Cataluña lo más hondo y más recóndito de sus entrañas». Recordaba que el castellano/español era la lengua que utilizaron Boscán, Campmany, Balmes, Pi y Margall, Milá y Fontanals o Piferrer. En síntesis, reiteraba que catalanizasen España, pero «en español».
En 1917, los nacionalistas vascos tenían como referente de recuperación lingüística a los catalanistas, y recordaban los argumentos que Almirall formuló sobre la lengua catalana en Lo Catalanisme de 1886. Unamuno reconocía que en «eso de la lengua regional» los catalanes se encuentran solos, y «querer transferirlo a otras regiones es algo así como si quisieran predicar en Chile los derechos del araucano». En cambio, apoyó a la Asamblea de Parlamentarios impulsada por la Lliga, y acusó a los dos grandes partidos dinásticos de la Restauración de fomentar el separatismo que «se incuba y se fomenta en la Corte», aunque diferenciaba entre la Corte y Madrid. Reiteraba que tanto Cataluña como las «regiones vivas» tendrían que dominar a las moribundas, siempre que lo hicieran en castellano/ español. Sin embargo, este proceso de regeneración modernizadora era frenado por «ese Tibet espiritual, a ese triste páramo de resignación que se rige desde la santa ciudad de Lhassa [en referencia a Madrid], que es la Corte oficial».
Lo que no variaba eran sus críticas al «catalanismo, bizkaitarrismo, galleguismo, valencianismo, castellanismo, etc.», porque consideraba que era evidente su «origen burgués y nada popular». Además, estaba convencido que estos movimientos ocultaban un supuesto cantonalismo que acabaría por ser «ser disolvente y reaccionario». Estaba convencido que los regionalismos beneficiaban a las «pequeñas plutocracias provincianas», que identificaba con una burguesía a la que le convendría «tener lo más separados posible políticamente a los [diferentes] pueblos» españoles.
A finales de 1918, en una carta, quizás como otra de las paradojas unamunianas, don Miguel confesó a Manuel Azaña -eran conocidos y se mantenían en contacto epistolar desde que coincidieron en un viaje al frente occidental, durante la primera Guerra Mundial - que Cataluña «ha de acabar, y muy pronto, por separarse del todo del Reino de España y constituirse en Estado absolutamente independiente». En enero de 1919, en un discurso que realizó en Valencia argumentó que Cataluña «no es una región más oprimida que las otras. Cataluña y Castilla son un matrimonio que no congenia, y la salvación, triste es decirlo, no es otra que la separación del alma castellana y catalana, aunque el cuerpo siga siendo uno mismo».
Seguía defendiendo que el catalanismo basado en la diferenciación cultural y cívica, así como en la «descastellanización» de Cataluña respondería a un «espíritu medieval». Por tanto, aseguraba que los catalanes liberales, modernos y universalistas comprenderían que la libertad del «alma catalana y su misión hacia fuera para con los demás pueblos, depende del mantenimiento de la enseñanza en lengua española».
En 1919, en las negociaciones de paz de París, ante la defensa del presidente de los EE. UU. Woodrow Wilson de los derechos de los pueblos a darse el gobierno que mejor estimasen; la Lliga defendía que «lo más del mundo civilizado está hoy constituido federalmente, pero se han olvidado de añadir que en las más de esas Federaciones y Confederaciones» no tenían un problema lingüístico como España. Éste sería parecido al de Austria-Hungría; un Estado «monárquico y federal», con división de lenguas que «no ha podido subsistir». Para Unamuno su fragmentación no sería consecuencia de su derrota en la primera Guerra Mundial, sino de la «división espiritual e interna que esa disparidad de lenguajes, de almas colectivas, llevaba consigo. Y ya llegarán a comprender nuestros flamantes neo-federales de la izquierda, que es mejor República unitaria, que Confederación monárquica». No aceptaba el ejemplo de Suiza como contraargumento de la tesis que defendía, ya que «ni Suiza es patria ni hay verdadera unión espiritual; en ella ni esa unión resulta favorable para la obra histórica». Estaba convencido que cuando en un país se iniciaba un conflicto de índole cultural y lingüística el proceso finalizaba con la división del Estado. Por tanto, consideraba que la oficialidad de las lenguas «regionales» implicaría «el suicidio de España», ya que perdería su «sentimiento histórico de tener una misión universal». Pensaba que el federalismo en los países hispanoamericanos «acaba por ser la barbarie», mientras que en EE. UU. fueron los «Estados los que hacen la Nación, y no unas menguadas naciones las que hacen el Estado».
Durante estos años compatibilizó la actividad académica con la vida política. A muestra de ejemplo, en 1923, participó en la campaña para exigir responsabilidades por el desastre de Annual. Por tanto, cuando el parlamentarismo de la Restauración fue substituido por la dictadura del general Primo de Rivera le deportaron a Fuerte ventura. Consiguió evadirse, sin saber que previamente le habían indultado. No aceptó el indulto y optó por el destierro voluntario en Francia. Perdió su cátedra universitaria al no poder impartir sus clases. En 1928, comenzó a colaborar en la publicación republicana Hojas Libres que impulsaba Eduardo Ortega y Gasset, el hermano del reputado filósofo, e hizo lo que estuvo en su mano para acabar con el reinado de Alfonso XIII.
El 28 de enero de 1930 dimitió Primo de Rivera, y Unamuno, hastiado de la vida en el destierro, emprendió el regreso. En su discurso de Irún volvió a provocar el estupor de buena parte de su audiencia, cuando lo finalizó evocando al antiguo lema de los tradicionalistas, aunque transformado en «Dios, Patria y Ley». En Salamanca, fue recibido de manera apoteósica y recuperó la cátedra, pero no la de griego, que ya estaba ocupada, sino la de Historia de la Lengua Española.
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