jueves, 13 de febrero de 2020

1960-1970


1960-1970  fue la década prodigiosa, o al menos a mi me lo parece, y no en su aspecto urbanístico, sino ciudadano y provincial, porque, cuando hace dos semanas rememoraba cómo era la cosa del ladrillo, me venían a la memoria, no las casas y construcciones, sino, cómo era la ciudad, qué digo la ciudad, la provincia entera.

Posiblemente por todo ese auge de la provincia, unido a que en la propia ciudad había industrias de primer nivel y servicios administrativos y comerciales del mismo jaez, el dinero, base de todo en este perverso mundo que vivimos, corría sin cuento.

Valladolid era Valladolid, más grande como ciudad, con su Capitanía General, la Universidad (por aquél entonces aquí nos conformábamos con una Facultad de Veterinaria, la mejor de España, pero solamente eso), y la Fasa, esa fábrica de coches, hoy Renault, nacida a la sombra de los Planes de Desarrollo de D. Laureano López Rodó, ministro Opus del Franco, que todo el mundo dice que quiso ser instalada aquí, cosa a la que nuestros jefes provinciales se opusieron, o eso se oyó.

Pero aquí la minería marchaba como una moto, Antibióticos vendía todo lo que producía, además de fábricas llave en mano por esos mundos de Dios, Renfe, Telefónica, Aviación, el lúpulo, la ganadería…

Y el Bierzo, que no solamente tenía las minas, sino que, además, generaba industrias y actividad económica, que para eso los bercianos siempre han sido bastante más activos que los de aquí.

Y yo me molestaba en leer todos los fines de semana la matriculación de coches que publicaban los periódicos locales, y rebuscaba luego en El Norte de Castilla, y no fallaba: siempre León iba mil o dos mil números por delante. Maravilloso.

Así que claro, la ciudad, al fin y al cabo centro administrativo provincial, florecía en una primavera permanente, y con ello, el comercio y la vida diaria.

Las tiendas, de ropa sobre todo, eran lo más, tanto en señora como en caballero. La tiendas de Lobato, varias, Gervasi, Lubén, Beneítez, Yálex, Guillerina Quindós, Cijansi, Ciriaco, y me dejo algunas, atraían a comprar de todas las provincias de alrededor, Valladolid y Asturias incluidas.

Por aquellas épocas, para hacerse un traje había que ir al sastre, mientras tímidamente empezaba a enseñar la patita el ‘prêt a porter’, sistema que hoy está en todas partes. Como alternativa, Lobato, el de Ordoño, puso en marcha el sistema ‘Estiven’, una forma rápida de hacerse un traje sobre un patronaje semiestandar que se publicitaba en cines, radios y periódicos.

Por entonces, y en eso intervino Manolo Yálex, que se llamaba (y aún se llama, por cierto), Manolo, pero no se apellidaba (ni se apellida) Yálex, se montó en León Tilsa, una empresa dedicada a la fabricación de prendas de punto. Las naves estaban, más o menos, donde hoy está Mercaleón, y bien recuerdo que en el primer catálogo, las modelos eran las jóvenes hijas, poco más que quinceañeras, de algunas de las familias conocidas de León.

No duró mucho, posiblemente porque la competencia con las fábricas catalanas, siempre protegidas, mal que se quejen, era un empeño difícil. Pero hay que quedarse con lo bueno, y lo bueno era ese empuje y esas ganas de avanzar que había en esta sociedad.

Y permítame el lector un comentario que me pide el cuerpo: Cuando estas tiendas leonesas, hoy todas extintas menos Yálex, eran la repera pirulera, en Valladolid se abría Pelayo, la primera tienda de ropa con cierta categoría, en una antigua camisería situada en el medio de la calle Santiago de Valladolid, y algún tiempo después la segunda Braum. Estaban muy lejos. Pero eso era antes.

Aquellos nombres ligados a la confección eran el norte y guía de la ‘movida’, si así puede llamarse algo que no se llamaba así. La alta burguesía dominante era el comercio de la ciudad y no había evento, sarao, fiesta o acto en que no aparecieran como figuras fijas, en lugares tan señalados como el Aero Club de Santa Nonia, el Casino o el Recreo Industrial de la Plaza de las Palomas, se encargaban de hacer bailes y otras cosas.

Ah, aquellas épocas de los clubs sociales, que no deportivos, que es lo que ahora prácticamente son. Tengo grabado en la memoria la primera vez que mis padres me llevaron al Aero Club (de verano, creo), que estaba en las plantas altas del edificio del Teatro Emperador. Subir en el ascensor, y salir por la noche a aquella terraza abierta al cielo de fondo, fue para mí como si saliera a uno de aquellos salones de las películas americanas de Fred Astaire y Ginger Rogers. Impresionante.

Luego, más adelante, recuerdo haber visto (y oído), en el año 1960, en los bajos que hoy ocupa el Aero Club, a un jovencísimo Raphael de diecisiete añitos, que ya cantaba y actuaba con los mismos modos y maneras que hoy.

El Casino estaba en las plantas altas de lo que hoy es el BBVA de Santo Domingo, antes de pasarse a las instalaciones de Papalaguinda, y como no iba a ser menos, por allí aparecieron Conchita Bautista o Lolita Garrido (Loquita Berrido la llamábamos), cantando con los Salvatierra Boys, el grupo orquestal fijo del Club y que realmente eran músicos de la Banda del Ejército del Aire, con más voluntad que acierto.

Y qué decir de las prohibidas pero permitidas ‘chapas’, que entonces y por esa bonanza económica que reinaba, proliferaban por acá y acullá. Cuántos millones corrían en los tres o cuatro días en que se jugaba en el salón trasero del viejo Cantábrico de la Plaza Circular (al ladito mismo del Gobierno Civil, que tiene chufla). El Cantábrico y unos cuantos sitios más, mientras la comidilla de la ciudad eran las intervenciones sorpresivas de la Guardia Civil y a qué personajes importantes habían pillado. Aunque nunca llegó la sangre al río, claro.

De aquellas épocas recuerdo ir, durante la Semana Santa, a la planta superior del Café Granja Victoria (hoy Café Victoria), donde daban la mejor leche helada que recuerdo, a la altura del helado de mantecado de La Coyantina, para ver pasar las procesiones. La planta hasta arriba de gente. Cuando años después como arquitectos acometimos la actual reforma y vimos los pilares que sostenían la casa, que eran cuatro angulares de 10 cm. apoyados en una piedra caliza, totalmente abombados, me convencí que Dios es bueno y que no pasa más no se sabe porqué.

Podría contar de las diversas aventuras propias y ajenas, de nosotros los jovenzanos y de otros más mayores, pero, como uno es bastante goloso, quiero terminar con un recuerdo a las confiterías que había en la ciudad. Ya nombré La Coyantina, que tenía la tienda principal en el centro de Ordoño II y la segunda al principio de Ramón y Cajal, que, además del helado, hacía unas tartas de tocinillo y bizcocho que quitaban el hipo. También CasaPolo, justo enfrente de ‘el reloj’ de Santo Domingo, punto de cita de cualquier leonés que se preciara, que preparaba unas pastas de té inigualables. O Yacor, al principio de la hoy Gran Vía de San Marcos, con sus pasteles rusos y una bollería de quitarse el sombrero. Pero nada comparable a Camilo de Blas, en el medio de la calle Ancha, donde hoy está Pans & Cia, una confitería de la que necesitaría un artículo entero para comentar todas las cosas que hacía, empezando por los milhojas, pasando por la tarta capuchina y terminando por unos merengues que nada tenían que ver con los de ahora.

Pensándolo bien, a la vuelta del verano, pues esta es la última columna hasta septiembre, empezaré por un recuerdo completo a Camilo de Blas.

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