Felicísimo Martínez Diez, el tercero de la numerosa familia de El Madreñero de Prioro, hace un recorrido personal en el libro: Te regalo mi infancia. Pastor motril desde los seis años. Al contar sus vivencias, en un relato que tejió para la familia, rescata la memoria de un tiempo que hoy parece «un relato de fantasía» y reivindica la cultura pastoril en todas sus dimensiones y las sacrificadas vidas de aquellos hombres y mujeres que fueron sus protagonistas durante siglos.
En Prioro y Tejerina era tan corriente iniciarse en el pastoreo como motril o pinche a temprana edad que a había un nombre específico, jalderos, para los que no eran contratados para el oficio. «Siempre hubo un cierto pique entre motriles y jalderos», comenta. Era el orgullo de raza de los pastores.
Felícisimo Martínez nació en 1943 y no había cumplido aún los siete años cuando salió por primera vez como motril, la última figura del escalafón en la jerarquía «feudal» que garantizaba el funcionamiento y buen manejo de los rebaños trashumantes.
Fue contratado por treinta duros o 150 pesetas en el mes de mayo de 1950. El mayoral del rebaño de don Faustino, el Comandante de Tejerina que residía en Palencia, fue a su casa en busca de un motril para la subida a los puertos con las merinas.
El mayoral dudó porque «era demasiado pequeño. ¡Un motril de seis años!», pero su padre le convenció. «Es cierto que es demasiado pequeño pero tiene unas ganas de ser pastor», dijo El Madreñero, que también consiguió arrancar al mayoral un complemento en especie al sueldo acordado: el pellejo de una oveja y cuarto de cada oveja muerta o despeñada o matada por el lobo.
Con la palabra, que era palabra de honor en la cultura pastorial, quedaron sellados ‘el contrato laboral de infancia y las responsabilidades prematuras’, como titula Felícisimo Martínez el primer capítulo de su libro Te regalo mi infancia. Pastor motril desde los seis años.
«Nunca me he sentido víctima de explotación infantil», confiesa en el relato. El trabajo de los niños y niñas en las faenas agrícolas y ganaderas. Al menos los motriles tenían su salario. Felicísimo nunca subió de categoría, ni siquiera a zagal, el siguiente puesto en la jerarquía pastoril. Era «toda una organización social».
«El amo era el amo. Luego venía el mayoral, a cargo de una cabaña, y a continuación el rabadán, a cargo de un rebaño. Luego seguían el compañero, la persona, el sobrado, el zagal o temporero y el motril», como detalla en sus memorias de infancia.
Aquel motril no subió más en el escalafón pastoril, pero fue uno de tantos frailes que salieron de la montaña y de otras comarcas de León en aquellos años de posguerra, hambre de pan y de nuevos horizontes en la sociedad urbana que finalmente triunfó sobre milenios de cultura pastoril.
El transistor, primero, y la tele poco después rompieron la soledad de los pastores, como relata el dominico, y también abrieron sus expectativas a un mundo nuevo. Y los chavales se abrieron camino en múltiples oficios, aunque unos pocos aún llegaron a pastores hasta principios del siglo XXI.
Llevó siempre consigo la memoria de aquellos años de motril. En la cabeza y en la maleta, donde hacía hueco para el cuerno de vaca tallado con las figuras de un venado, un león y un tigre y las iniciales D. B. L., un desconocido que debió de ser su primer dueño. El cuerno de vaca hacía las veces de vaso y los pastores lo usaban para otros menesteres como ordeñar las cabras.
El que acabaría siendo un objeto fetiche de la memoria se lo entregó su padre antes de partir con el rebaño junto con el zurrón, la navaja, las coricias o sandalias y la porracha (el cayado). Su madre le preparó un jersey de lana merina zurcida a mano, unos pantalones de pana «ni muy largos ni muy cortos, sino todo lo contrario», una muda y una manta.
Llegado al día, montó al caballo del mayoral con la impedimenta y se dirigieron hacia Palencia, donde habían desembarcado las merinas. Ya era corriente, en los años 50, que las trashumantes hicieran la mayor parte del trayecto desde Extremadura a los puertos y viceversa en tren.
«¡Ya lo veo! ¡Ya lo veo!», exclamó el chiquillo cuando el mayoral le mostró el tren. Fue una de las primeras que contó de su hazaña al volver al pueblo y a la escuela. Felicísimo cuenta con orgullo que fue uno de los pocos motriles que se apeó del burro y del caballo para llegar en tren hasta los puertos desde Puente Almuhey al Vado de Cervera o a Salinas y viceversa. «¡Pocos motriles tuvieron ese lujo!».
Si el encuentro con el rebaño fue emocionante, a las pocas semanas viviría la experiencia más dramática de aquellos años al perderse entre la niebla una mañana que le encargaron ir a por una hogaza a la majada vecina. Fue una dura prueba para aprender a superar el miedo.
La trashumancia, defiende, trascendió la categoría de oficio y moldeó a unos seres humanos peculiares. Los trashumantes serranos vivían separados de sus familias durante nueve meses, lo que suponía que sus esposas eran «como viudas» y los hijos e hijas como «huérfanos», además de cargar con la doble tarea de educar y tirar de la economía doméstica y agrícola. Los extremeños, por el contrario, viajaban con sus familias.
Era «una forma de vida tan asumida, que se había convertido en cultura». La austeridad que requiere el viaje, añadida a la pobreza de aquellos tiempos, la reflexión y profundidad de carácter que marcaba el silencio; y el contacto con la naturaleza proporcionaban al pastor una sabiduría que Felícisimo supo apreciar con los años.
«Un pastor experimentado de mi pueblo, pensaba generosamente que en la universidad se enseña todo. Pensativo, me dijo: «Oye, ¿no te parece que la naturaleza se está agotando? Yo lo vengo observando desde la primera vez que bajé a Extremadura. ¿Qué decís vosotros?».
No se atrevió a contestarle el joven universitario que había sido motril. «Décadas después, cualquier persona sensata le contestaría: «Sí, tío. Usted tiene toda la razón. La naturaleza se está agotando. La estamos agotando».
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